Tras abatir a su peor enemigo, regresó de la batalla más dura de su vida. Y allí seguía él para lamer sus heridas, perdonar sus errores y enredarse en el deseo como nunca debieron dejar de hacerlo.
Aquel despechado renunció a su cama compartida, a su tacón de aguja fetiche y a la única lengua caprichosa que enredó sus instintos más primarios durante tanto tiempo. Ha elegido mendigar entre queridas fortuitas y marcar su inseguridad meando lugares comunes como único sofoco de su infinito sentimiento abandono.
Con un cuarto de siglo recién cumplido un día de invierno, dicen que lo mejor y lo peor de mí (según se mire) es mi utopía infinita, mi imprecisión desesperante y mi inquieta rebeldía...